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VICISITUDES DE LA PATATA

“...silenciosa, harina de la noche subterránea...”

Cuando en otoño vienen escolares a visitar Padura Baratza una de las actividades que hacemos con ellos es sacar patatas. Para entonces la mata de la patata se ha secado y casi desaparecido. Uno que no sepa mucho pensaría que allí no hay nada más que tierra con cuatro hierbas. Pedimos a los chavales que se pongan en una fila, sin darles más explicaciones. Sólo ven a Tula, la burra, y preguntan qué va a hacer. Enganchamos a Tula al apero sacapatatas. A nuestra orden Tula empieza a tirar, se abre la tierra, un surco, aparecen las patatas, una tras otra, de diferentes formas y tamaños, como magia, doradas, agria es el nombre de su variedad, nadie las ha puesto allá. Los escolares entonces suelen gritar “!!!patatas, tío, mira¡¡¡” Hay veces que vitorean y aplauden a Tula. También suele haber alguno que dice con pena “!pobre Tula¡” Después las recogemos entre todos y las llevamos al almacén. Finalmente les invitamos a llevar patatas a su casa. Pocos son los que rehusan.

Se comprometen a cocinarlas ellos, fritas, en tortilla, asadas, cocidas…

“Papa, te llamas papa, y no patata, no naciste castellana...”

Cerca de los años treinta del siglo XVI soldados españoles mandados por Pizarro llegaron a las costas del Pacífico de lo que hoy llamamos Perú, entonces Imperio Inca. Pronto les llamó la atención el oro del emperador Atahualpa. Querían oro, todo el oro posible. Y empiezan a buscarlo. En su codicioso deambular vieron que las personas que vivían en las alturas andinas se alimentaban de algo que ellos no conocían, pequeñas pelotas que sacaban de dentro de la tierra. Todo era nuevo.

Las había también como puños, o como dedos hinchados, de diferentes tamaños. No se daban cuenta de que habían encontrado un verdadero tesoro, dorado pero también morado, negro, rojizo.

Mucho menos podían imaginar que aquel alimento iba a acompañar a todos los pueblos de la tierra en los siguientes siglos.

La naturaleza había sembrado en aquel altiplano, vete a saber desde cuándo y cómo, pequeñas papas silvestres que sus (de la naturaleza) mujeres y hombres probaron y decidieron cultivar hace unos siete mil años, como empezaron a cultivar maíz en tierras más bajas, arroz o trigo en otros continentes.

Entre aquel siglo XVI y este XXI la papa, también llamada patata, potato, kartoffel, pomme de terre…, igualmente ha errado por el mundo, discreta y silenciosa, al principio denostada, sospechosa, intrusa, luego necesaria, hasta convertirse en una hermana cercana, como lo era en el altiplano andino, hecha carne entre nosotros, siempre dispuesta, poderosa y misteriosa.

“...tesoro interminable de los pueblos...”

Ya en tierras europeas se acusa a la patata de producir lepra, de ser alimento del diablo, de ser poco de fiar ya que no aparecía en la biblia. Además nada bueno podía traer algo que salía del fondo de la tierra. Se podía considerar, eso sí, su cultivo en jardines como una novedad botánica de flores diferentes a las conocidas. Pero comer sus frutos nacidos de la obscuridad … solamente algunos animales, o algunas personas muy pobres y muy necesitadas.

Pasa pues unos años en la oscuridad europea, como enterrada en tierras extrañas, haciéndose fuerte contra los prejuicios. Y es en el siglo XVIII cuando aparecen nuevos brotes, rompiendo los duros terrones del desconocimiento.

Hay una tumba en la ciudad de Potsdam, cerca de Berlín, en la que la gente deja patatas cuando la visita. Federico II de Prusia, estamos a mediados del siglo XVIII, puso todo su empeño en que se cultivara el tubérculo en los campos. Era consciente de que las malas cosechas ocasionales del trigo, entonces principal alimento de Europa, causantes de grandes hambrunas, podían ser equilibradas con buenas cosechas de patatas. Le llamaban el rey de la patata. Y hoy siguen acordándose de él y siguen dejando patatas sobre su lápida. Curiosa imagen: él en la tierra oscura, vivo en el recuerdo, ella, la patata, al sol, agradecida.

“Honrada eres como una mano que trabaja la tierra...”

Detener la mirada y observar por primera vez el cuadro “los comedores de patatas” supone un pequeño paro respiratorio provocado por la sorpresa. Estamos acostumbrados al Van Gogh de colores alegres, ondulados, a sus girasoles, campos, noches estrelladas, habitación en Arles, autorretrato… “Los comedores de patatas” es otro universo: la quietud de sus personajes, sus cuerpos, las paredes de la habitación oscura, el ambiente subterráneo, todo parece pintado con tierra mezclada con zumo de patata. En el libro “Cartas a Theo” Van Gogh le dice a su hermano: “yo he querido pintarlo de forma que la gente se haga una idea de que estas persona, que están comiendo sus patatas a la luz de su pequeña lámpara, han labrado la tierra ellas mismas, con esas manos que están metiendo en el plato; por tanto, trata del trabajo manual y de que ellos se han ganado honestamente su comida. Y el que prefiera ver a bellos e insulsos campesinos, que los pinte. Yo por mi parte estoy convencido de que a la larga dará mejor resultado pintarles en su tosquedad que utilizar una dulzura convencional… Una pintura de campesinos no debe estar perfumada.” (30 de mayo de 1885).

En la habitación cerrada y obscura están sentadas cinco personas alrededor de una mesa. Tienen edades diferentes, son una familia. No hay sonidos, o no se oyen. Pueden estar cansados después de un día de trabajo en el campo. Es la noche seguramente. Una de las personas es una niña que no nos deja ver su rostro porque está de espaldas, sí vemos las caras de las otras cuatro. Sus miradas no se encuentran. Podría pensarse que estas personas son patatas en el interior de la tierra, a punto de salir, pidiendo salir a la luz. Sus rostros pueden ser rostros de patatas, sus manos huesudas y toscas también serían patatas. Todo en el cuadro es patata. En cualquier momento se abre la puerta del fondo de la habitación y ven alegres el sol.

“Enemiga del hambre...flor anónima...”

Hay esculturas dedicadas a la patata en diferentes partes del mundo, patatas enormes, realistas, colocadas sobre un soporte, para alzarla, o directamente apoyadas sobre la tierra. Parecen competir por ser la más grande del mundo, batir algún récord. Son esculturas con forma de patata que vienen muy bien, pensarán, para llenar el vacío de una rotonda. En Amorebieta, Vizcaya, los vecinos conocen como “la patata” a una escultura que llama la atención del viajero. Domina una rotonda, poderosa. La obra no tiene nombre, su autor no la nombró, no pensó en una patata. Los vecinos lo ven de otra forma, ellos se lo pusieron. Es una forma ovoide enorme, se ve desde lejos, sobre tres patas, obscura, eso sí.

Más interesantes son los monumentos o memoriales dedicados a la falta de la patata, los que recuerdan a la hambruna irlandesa de mediados del siglo XIX, conocida como Iris Potato Famine.

Son composiciones escultóricas que empiezan en Dublín y viajan a Nueva York, a Boston, a Filadelfia...a otros tantos lugares de América…, continente que recibió, no sería ni la primera ni la última vez, a refugiados de la vieja Europa. Ese fue el viaje de los irlandeses que ya no cabían en su isla, no por falta de espacio, sino por falta de patatas.. y algo más.

Los irlandeses cultivaban las tierras pero no eran los dueños de ella. Los propietarios vivían en Inglaterra o Escocia. Todo el trigo que producían los irlandeses, católicos, viajaba en barco a la isla vecina, ellos se quedaban con las patatas. Las normas que impusieron los protestantes eran severas. Vencedores y vencidos de una guerra anterior. En el momento en que las patatas, casi único alimento de los labriegos, fueron atacadas por un hongo que las pudría empezaron los problemas. Murieron más de un millón de personas, otras tantas consiguieron cambiar de tierras.

El conjunto escultórico de Dublín es sobrecogedor: un grupo de paisanos camina lentamente por la orilla del río Liffey buscando el puerto que les lleve lejos de la necesidad. Son un grupo, pero cada uno de los personajes va solo, despacio porque el hambre les ha debilitado, delgados, demacrados. Llevan alguna pequeña pertenencia o cargan a algún familiar.

En Padura sembramos la patata en mayo, unos años al principio de mes, otros a mediados y también las hemos sembrado a finales. Todo depende del tiempo, de que las lluvias de primavera terminen antes o después: que la tierra tenga tempero, o sea, que esté buena para trabajar. No las sembramos en el mismo lugar cada año, sino que hacemos rotaciones de cuatro años. Antes de sembrar pasamos el chisel para que la tierra quede suelta, y abonamos con estiércol de vaca. A la patata no le importa que el estiércol esté algo crudo. Finalmente pasamos el rotabator y la tierra queda suave y lisa, como una hoja en blanco, lista para la siembra.

Usamos una sembradora que hace dos surcos a la vez, dejando unos caballones elegantes, bien dibujados. Sembramos la variedad agria, apreciada porque queda muy bien frita, y no está mal para cocer o asar. Se nos da bien. Otras variedades no se arreglan igual de bien aquí.

La labor de la siembra es ágil, va rápida, y es también emocionante, puedes ver cómo cae cada patata y cómo queda inmediatamente oculta, enterrada bajo el caballón, en silencio. Al terminar el trabajo ves un campo lleno de líneas escritas con buena caligrafía y hay cierto orgullo en la mirada.

Pasada alguna semana la curiosidad te lleva al sembrado. En algún momento hojas verdes solitarias se asoman unos centímetros. No nacen todas a la vez, algunas son más perezosas. Verde obscuro. Luego se va poblando el campo. Ya estamos en junio, bien entrado, y llega un momento en que todo está lleno de brotes verdes, tallos y hojas que van sombreando la tierra, todo en verde.

A pesar de la rotación no es raro que aparezca algún escarabajo de la patata con su camiseta de rayas amarillas y negras. Hay que quitarlo ya. Donde hay uno puede haber dos. Hay que quitarlos. Los quitamos a mano, atentos. Primero aparecen los adultos, de uno en uno, son bonitos, haciéndose los despistados, como si dijeran ! aquí, tomando el sol¡ Pronto los ves en pareja, copulando. No trates de hablar con ellos, están a otra cosa. !Quítalos¡ Después, ya que es difícil deshacerse de todos porque se esconden entre las hojas, aparecen las larvas, rosaditas, feas, asquerosas… y estas son las más devoradoras. No pierdas el tiempo en contemplaciones. !Actúa¡ Si las dejáramos, en pocos días las plantas desaparecerían, quedando los tallos tristes desnudos, y no se darían las patatas. Digamos que usamos un sistema digital.

Con la planta ya desarrollada sale la flor. Ahora también primero una, aquí y allá, luego más y más, un jardín. Pronto está todo lleno de flores blancas. La flor de esta variedad es blanca, con cinco puntas y en el centro una bolita amarilla. El campo queda florido bastantes días, cuantos más mejor, señal de que están fuertes y sanas.

No regamos las patatas, en nuestro caso no es necesario ya que el lugar guarda siempre algo de humedad. Hay otros huertos, quizá más arenosos, que necesiten el riego. Tal vez haya también patateros que rieguen por sistema y de esta manera la patata tendrá más peso: serán patatas que al pelarlas escurran el agua acumulada y chisporroteen en el sartén. Esas patatas no servirán para ser guardadas y conservadas.

Llega un momento en que las flores se desvanecen, los calores del verano aprietan, pero la planta de la patata aguanta al sol. Si la temperatura es muy alta puede agacharse un poco hasta el anochecer, cuando su energía se recupera, y su elegancia. Tiene que aguantar al sol para mantener todo el movimiento que hay en el interior de la tierra, en lo que no se ve. De la patata madre, aquella que en mayo quedó sepultada, tapada en el silencio, nacieron unos tallos hacia la luz, otros decidieron quedarse bajo tierra, creciendo horizontales. De ellos nacerán las patatas, de cada tallo una patata nueva. Tienes que creer en ello, porque tus ojos no lo ven. Nacen pequeñas y tienen todo el mes de septiembre para crecer, sin distracciones.

Cuando llegan octubre y el otoño la patata ha cumplido cinco meses en la tierra, arriba y abajo, haciendo lo que sabe hacer, lo que ella misma espera. Arriba, en el exterior, la planta ya ha cumplido su ciclo, empieza a decaer, como las temperaturas, cambia su verde hacia el marrón y se encorva como un viejo, hasta caer. Abajo las patatas avisan vivas , quieren ver la luz, alguna rompen un poco la tierra y se dejan ver. Ahora cualquier momento es bueno para sacarlas y guardarlas.

Todos los años nos sorprende Tula, dócil, obediente, caminando por un surco, empujando el apero de sacar patatas, esforzándose. Hace una fila y descansa mientras nosotros amontonamos las patatas que han aparecido. Luego otra de la misma manera. Tarda en cada fila de unos ochenta metros tres o cuatro minutos, luego descansa comiendo algún cardo, alguna patata si puede. Preferimos hacer esta labor por la mañana, en días soleados para que la patata se oree durante unas horas, se seque el barro que a veces tiene pegado a la piel. Por la tarde las ponemos en sacos y las metemos en el almacén, obscuro y fresco.

Otra vez en la obscuridad.

Las vamos sacando a medida que las necesitamos para poner en las cestas semanales de otoño e invierno. Nos da pena cuando se acaban al empezar la primavera.

(Las palabras entrecomilladas están sacadas del poema “Oda a la patata”, de Pablo Neruda.)


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